jueves, 26 de marzo de 2009

LA TERCERA CRUZ

Quiero dar las gracias a todos los que me habéis ayudado a lo largo de este periodo, desde la creación de Tierras Antiguas, a todos los que me habéis brindado vuestro apoyo en los inicios de mi trilogía.
Por eso, hoy quisiera hablaros de la primera novela que escribí: “La tercera cruz”.

“La tercera cruz” es una historia que transcurre en la basílica de “El Valle de los Caídos”, así como en diferentes lugares de Madrid y Segovia, lugares que en algunos casos tienen una fuerte carga esotérica.

Está ambientada en el mundo de las profecías, fundamentalmente en el Libro del Apocalipsis. Es una historia a la que tengo mucho cariño, quizá por ser la primera. Tengo que echar un vistazo para ver los ejemplares que me quedan y bueno, espero poder sortear varios de ellos entre quienes pasáis por aquí de vez en cuando, para llegar un poquito más lejos en mi agradecimiento.

La historia la escribí durante los dos años que estuve como educador en la Escolanía, en compañía de los chicos y conociendo un poquito más las costumbres y forma de vida de los monjes que se encargan de su educación. Está dedicada fundamentalmente a la memoria de mi padre, cuyo ejemplo de lucha ante la adversidad siempre brilla con un destello especial en mi interior, en los momentos más difíciles.

De momento, quiero compartir con vosotros el argumento y parte del primer capítulo. Es mi forma de agradeceros vuestra confianza y compañía. Un abrazo muy fuerte a todos los que acudís de vez en cuando, y un beso a todas las que pasáis por aquí y leéis estas letras. Gracias por honrarme con vuestra visita a estas tierras.


LA TERCERA CRUZ

ARGUMENTO

Un secreto oculto en el interior de la Basílica del Valle de los Caídos pone en peligro a los monjes benedictinos que allí habitan. Uno de ellos, el Padre Román, parece haber descubierto lo que está a punto de suceder, pero antes de que pueda evitarlo o darlo a conocer muere en extrañas circunstancias.
A su vuelta a Roma, el joven novicio Ángelo encuentra un libro cuyo contenido será el origen de una peligrosa misión, y que constituye la primera pista para terminar la labor que Román inició.
La clave para interpretar los signos de Román parece estar en algunos de los pasajes del Apocalipsis, textos escritos en un lenguaje simbólico y difícil de interpretar.
Con la ayuda de Simón, uno de los monjes más veteranos, Ángelo deberá encontrar los sellos a los que hace referencia el Apocalipsis, ocultos en extraños lugares, y así descubrir la manera de acabar con la maldición que se cierne sobre la comunidad benedictina, antes de que sea demasiado tarde.

CAPITULO 1

Año de 1979



“Bienaventurado el que lee y los que oyen
las palabras de esta profecía,
y guardan las cosas escritas en ella,
porque el tiempo está cerca.”
Apocalipsis 1, 3.

La lluvia caía con fuerza, impulsada por el viento creciente de la noche, que azotaba las contraventanas del monasterio, provocando estremecedores sonidos en las celdas de los monjes. Los faroles colocados en las paredes exteriores se balanceaban a uno y otro lado, amenazando con caer. Se acercaba la época de tormentas y en aquel lugar, por su situación geográfica, eran especialmente fuertes y abundantes.
No muy lejos de allí, en el interior de la basílica, una sombra se movía en la penumbra, avanzando por un pasillo hacia las escaleras que conducían a la nave central. El Padre Román corría desesperadamente sujetando un rosario en su mano derecha. Sus rezos y pensamientos se entremezclaban en una nube de temor y espanto que parecía envolverle en medio de la oscuridad. Su mirada, perdida, buscaba tras de sí algo que no conseguía ver entre los pasillos y capillas que dejaba a sus espaldas. Estaba seguro de que había llegado el momento que tanto había temido. Llevaba varios días preparando el camino para resolver por fin aquel secreto que ponía en peligro a toda la Comunidad. Sabía que solo podía confiar en una persona, uno de los hermanos con el que había estado hablando la noche anterior y a quien confiaría lo que acababa de encontrar. La verdad debía salir a la luz, debía ser revelada.
Empezó a subir las escaleras, mientras en su interior crecía una sensación de agotamiento que le nublaba la mente.
Pasando en medio de los bancos, al fin consiguió llegar hasta el altar mayor, donde se detuvo un instante para recuperar el aliento. Sobre el altar, presidía la nave central de la basílica una gran cruz, cuyo tronco y brazos procedían de dos árboles de madera de enebro, seleccionados por Francisco Franco, que tenía su tumba a tan solo unos metros, entre el altar y el coro.
El Padre Román contemplaba atemorizado al Cristo sujeto de aquella cruz, buscando el consuelo que su alma atormentada parecía necesitar. Al volver la mirada hacia los pasillos de la basílica que acababa de recorrer sus ojos se fijaron en algo, una figura aparentemente humana que salía de una de las capillas y que, aunque todavía estaba lejos, avanzaba hacia él. Nadie había entrado allí desde que el recinto hubiera sido abandonado por los últimos visitantes, y las puertas de la basílica llevaban varias horas cerradas.
Con la mirada perdida y las piernas entumecidas y temblorosas reemprendió la huida, sin tiempo para pensar por dónde escapar. Avanzó por una de las capillas laterales, la capilla del Santísimo, que conducía a otro pasillo oscuro, apenas iluminado por las grandes antorchas situadas a ambos lados, trazando una curva hacia la derecha, rodeando el coro. Se vio atrapado, pues ese pasillo moría en unas escaleras que subían muchos pisos, comunicando la basílica con el monasterio. Eran más de doscientos peldaños que sus fatigadas piernas no podrían resistir. Su avanzada edad no le permitiría llegar de una sola vez hasta el último piso. Notaba cómo sus pensamientos se iban ahogando, su mente se apagaba y sus ojos comenzaban a cerrarse: se estaba mareando. Subió lentamente los primeros escalones. Detrás de él pudo oír algo. Sea lo que fuere se acercaba cada vez más.
En uno de los pisos había una puerta entreabierta, que conducía a través de un estrecho pasadizo al interior de la cúpula de la basílica, situada a más de veinte metros del suelo. El pasadizo llevaba a una pequeña cornisa que sobresalía en la parte interior de la cúpula, con una barandilla como protección para poder rodear la cúpula y ver de cerca el maravilloso mosaico que hay en ella.
Cuando el Padre Román pasaba tambaleándose por el pasadizo escuchó lo que parecía ser un susurro. Apenas podía entender lo que decía, pues todos sus sentidos comenzaban a desvanecerse. De nuevo, volvió a sentir aquella voz:
- Es demasiado tarde para huir. Durante todo este tiempo has estado buscándolo. Pero todo ha sido en vano. Has fracasado, y en cuanto el secreto esté en mi poder, ya nunca será revelado, nadie te creerá. Nunca sabrás la verdad.
El tono de aquellas palabras le resultaba familiar, pero se encontraba demasiado débil como para reconocerlo.
- ¿Quién eres? Déjame en paz, no conseguirás hacerte con la cruz. Está en un lugar que solo yo conozco.
- Sí, pero ahora tú me vas a revelar ese lugar, y la maldición desaparecerá para siempre. Sabía que el Padre Abad te lo contaría todo antes de morir, y que tú, al tener una de las llaves, intentarías hacerte con esa cruz lo antes posible. El Padre Antonio era la única persona que conocía su existencia, sabía donde estaba y no la quiso recuperar, ¿adivinas por qué? Ahora tú quieres sacarlo todo a la luz, quieres descubrir nuestro secreto, después de tanto tiempo. Dame la llave y no te haré daño, dime el lugar donde se guarda la cruz y podrás seguir con vida.
- No sé de qué llave me estás hablando.
- Claro que lo sabes. ¿Quieres que te recuerde la historia? Al venir al monasterio al Padre Abad le fueron dadas tres llaves, todas ellas iguales, para abrir una misma caja, escondida en algún lugar de la basílica. Nadie conocía el lugar exacto en el que fue guardada. Ese secreto debía quedar eternamente sellado con su muerte, pero entregó las llaves a tres de los monjes. Tú eres uno de ellos. Y ahora quieres apoderarte de la cruz. Pero no puedo permitírtelo. Vamos, entrégamela, la cruz debe ser destruida.
El Padre Román no conseguía distinguir aquella voz que parecía escuchar de lejos. Su mirada borrosa no lograba encontrar al enemigo que le estaba amenazando. En el estado en que se encontraba no podría llegar muy lejos, sus fuerzas le abandonaban.
En un último intento de escapar aceleró el paso, avanzando ciegamente. Sus manos tanteaban las paredes del estrecho pasillo, intentando orientarse. Giraba la cabeza hacia atrás, pero todo estaba oscuro, al menos para él. Sus pasos se iban haciendo cada vez más pesados y cortos. Sin darse cuenta, había llegado hasta la barandilla de la cúpula, hasta el final, con tan mala suerte que el impulso de su carrera le hizo golpearse contra ella. Sintió cómo se deslizaba hacia el otro lado, sin tiempo para poder agarrarse a alguno de los barrotes que le separaban del vacío. Ya nada podría salvarle de aquel fatídico fin. Tras una caída de más de veinte metros, su cuerpo yacía sin vida cerca del altar donde se había parado unos momentos antes. Una mancha de sangre comenzaba a empapar sus hábitos, llegando hasta su mano derecha, donde aún permanecía el rosario que siempre llevaba a todas partes, y que ahora parecía estar atado a sus dedos.
La tormenta arreciaba en el exterior y durante toda la noche la lluvia siguió empapando el valle. Los demás hermanos dormían en sus celdas, ajenos a lo que acababa de suceder, y el cuerpo del Padre Román permaneció allí hasta el día siguiente.

4 comentarios:

  1. JESUS,QUERIA AGRADECER TU COMENTARIO EN MI BLOG .GRACIAS Y DECIRTE QUE ME HA GUSTADO TU HISTORIA,LA SEGUIRE.
    BESOS.Mº JOSE

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  2. Pues tiene buena pinta. Si te animas a sortear uno, me apuntas pero ya. Un abrazo

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  3. Buenas Jesús...

    Me uno al comentario de Rayco...

    Un abrazo

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  4. Gracias por este regalo, tocayo... es un detalle.

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